martes, 21 de octubre de 2008

Los Bigotes de Dalí, el nombre.

Por Victoria Palacios


“Canto el ansia de estatua que persigues sin tregua,/ el miedo a la emoción que te aguarda en la calle./ Canto la sirenita de la mar que te canta/ Montada en bicicleta de corales y conchas.”

En: Federico García Lorca,
Oda a Salvador Dalí, 1926.


La intervención urbana de bigotes en los afiches políticos, mención a los bigotes de Duchamp sobre La Mona Lisa vendida. Gesto político moderno, signo negativo que escenifica la prostitución del arte en su relación con el mercado. ¿Por qué, entonces, nombrar a esta revista losbigotesdedali y no los bigotes de la Gioconda o los bigotes de Duchamp? Porque los bigotes de Dalí son los más aristocráticos, y en ese movimiento hacia arriba, verticalista, que irá afilando con los años, puede leerse el trayecto de los códigos artísticos que irán cerrándose y pegándose a los códigos de la elite. La desconfianza actual, desde los grupos de poder, en la educación estética hace evidente este peligroso clasicismo. Dalí, sólo nos importa en su desconcierto. Su propio desconcierto frente a la obra que producía. Pensarlo a Dalí, es volver a pensar en Lorca, en Buñuel. Entonces, ponemos el acento en el poema de Lorca sobre Dalí. Federico interpreta el movimiento, el codeo de Dalí con el poder como el movimiento de las estatuas: “¡Oh, Salvador Dalí de voz aceitunada!/ No elogio tu imperfecto pincel adolescente/ ni tu color que ronda el color de tu tiempo,/ pero alabo tus ansias de eterno limitado./ Alma higiénica, vives sobre mármoles nuevos./ Huyes la oscura selva de formas increíbles./ Tu fantasía llega donde llegan tus manos,/ y gozas el soneto del mar en tu ventana.” El significado que excede el “elogio” de Lorca, y que excede la obra de Dalí, es la expresión del valor del trabajo del artista: la puesta en acto de una imperfección, como el seguimiento de un tiempo pulsional, y a su vez, la mediación en un momento histórico determinado. Nada más. El resto no es un elogio, es una examinación. Un bigoteo.

No hay imaginería, ni goces que sacudan a Dalí del límite de su oficio, ni de su entorno. Pero, en esa inmovilidad se le erizan los bigotes que intentaba acicalar. Los bigotes de Dalí, relucientes en su oscuridad, se recortan sobre un trasfondo oblicuo de su mirada. Dalí mira donde vibran sus bigotes. Y sus bigotes bailan donde su gato se menea, en una simetría gitana, cruda, bestial. Un desvío ocular que encarna al mito de instintos. Y no de lo salvaje, que otorga predominancia al desenfreno de lo fundado. Los bigotes de Dalí tienen la mecánica del cuerpo oscuro del animal posado sobre la desnudez materializada del deseo. Y su vigilia conceptual entra en pánico por ello, sus ojos se impresionan al ver el ardor de esos bigotes que se separan de la idea que busca en cada producción su autor. Como si el artista fuera hablado por goces inefables que lo alejan de toda comprensión, que alejan el pánico, la angustia, todos los síntomas psico-orgánicos, y no psico-somáticos, que la mirada homogénea intenta encasillar. Los bigotes hablan, repiten pasiones y detestan todo síndrome de control. El control del bigote es la nariz, que se acerca, otra vez como el animal, a cada partícula que se desprende de los elixires del cuerpo. En la rebeldía de esos bigotes a la quietud del Museo se representa lo que todos los artistas han querido: la autonomía en la búsqueda de un lenguaje propio; estar presentes en cada espacio que nos habite para que nuestras mentes no se afeiten en la mirada única de los discurso únicos, disciplinarios, dominantes. Los bigotes tienen esa ambivalencia espacial esquizofrénica, que permite investigar otros mundos casi como si cada pasaje fuera una ocultación de las estrategias frente al control.