jueves, 23 de diciembre de 2010

MI CRISTO ROTO

Es el título de un libro que no leí (l). Y son también las tres palabras con las que describo a mi pequeño Jesús de barro cocido. Tres figuras apenas tiene mi pesebre. Las tres que quise que tuviera. Pero el bebé está mutilado. Al caerse se le ha partido el brazo, pulverizándose casi. No sé muy bien qué hacer con él. Roto, me apesadumbra; pensar en sustituirlo por otro me reafirma como consumidora, servil esclava de la maquinaria que exige la renovación perpetua. Intento encontrar la respuesta en el mismo lugar donde años atrás lo hallé. Compruebo al llegar que allí hay, en la entrada, a cielo abierto, otro Cristo roto. Es una imagen grande de Jesús en el madero, crucificado. La figura, cuyo material parece ser alguna aleación, está aplicada sobre la madera. Un baño cobrizo de pintura especialmente elaborada para resistir la intemperie lo recubre. Sin embargo los pies y una de las rodillas están descascarados y dejan ver el metal original, plateado. Podría pensarse que no es otra cosa que el desgaste natural de la capa protectora, previsible, ya que el objeto debe soportar el rozamiento de ramas, lluvias, vientos. Pero no. Son las manos. Las manos desesperadas que lo tocan. Las manos que acarician y carcomen. Sutiles. Pero sucesivas, constantes, persistentes, horadan. Dada la altura en que está enclavado resulta la parte más accesible. No basta la contemplación. Se necesita palpar. Hacer tangible lo más incorpóreo y sentir la comunión con el otro igual a nosotros (no el lejano, rodeado del aura celestial, sino aquel hecho a nuestra imagen y semejanza).

Tengo los dos extremos de la representación. El nacimiento, con toda la luz que emana de la vida, pero enmarcado en el crudo bastidor de la pobreza –el pesebre-. Y la muerte. Otra vez la desnudez, el desamparo, la crueldad. Éstas son también las imágenes que elijo. No las del halo de santidad sino las que me recuerdan al niño desnudo, desvalido y al hombre torturado, lacerado, escarnecido. En ese niño y en ese hombre, todos los niños, todos los hombres.

Fácil tomar una decisión. Si en las cicatrices que le infligimos -involuntarias o no- están las marcas de las múltiples aberraciones que el hombre comete hacia el hombre, mi Jesús seguirá siendo mi cristo roto.

                                                     Nancy Manoli



(1) alusión al libro homónimo de Ramón Cue.