miércoles, 12 de noviembre de 2008

Naranjo: Con fotos de Anita


Para un niño, una piedra es una muñeca. Arropa a la piedra, la lleva a todas partes, le conversa de cerca para que nadie escuche. Los lápices de colores son para pintar pero también son mejores amigos entre el rojo y el naranja, el violeta baila y canta y prefiere deslizarse sobre las paredes porque el marco de la hoja es un límite que no es real. Existe, quizás, para algunos es como que existiera. Los niños miran el final de la hoja y en realidad ven la continuidad, no el abismo. Enseñarles a ver el límite, el espacio contenido en una hoja canson número cinco, es también subirlos a una construcción imaginaria que nos dice que el papel tiene valor según qué escudo lleve, que el día nuevo comienza cuando el reloj marca la hora cero y no cuando se abren los ojos, que el tiempo se separa en actividades como una carpeta por materias.

Se toma a un niño, se adapta el ritmo de sus pasos al paso de los otros, se lo poda para que quede un niño arbusto de lo más vistoso, se cortan las flores raras que aparezcan (ah Gabo Ferro, todavía recordás, como yo recuerdo, las tijeras de podar que fue la herramienta de nuestra educación) y entonces el niño vegetal puede ya irse agrupando con los otros, una bandada más o menos homogénea de niños amputados que crecerán más o menos como planificamos.....

Yo conozco una niña que escribe en las paredes y dice que hace arte, va contando como las mujeres mayas en sus huipiles, la sucesión de acontecimientos que vuelan retratados entre sirenos y mujeres de pelo largo, larguísimo, que contienen en sus cuerpos redondos a niños que sonríen en canguro. Me recuerda a otra niña, que dijo un día que el viento se llama Fum y que baila entre sus piernas y le conversa de muchas cosas. Abría las manos en el jardín y llamaba al viento, como otros llaman a sus perros, a sus gatos, a sus amantes. La niña abría los brazos, abría las manos y el viento se anunciaba desde el fondo, rozando las flores. Es Fum que viene a jugar, decía la niña, que de grande quería ser heladera para salvar al mundo preparando helados de sabor flor de mandarina, porque el mundo no es tan bueno si no hay helados sabor flor.

Sigo pensando en qué quiero ser cuando sea grande. Uso una billetera y tengo llaves a mi cargo. Sé contar los días según el calendario, las horas según el reloj. Hago cuentas y trato de meter en cada cajoncito dos piedras (eso se llama presupuesto, aprendí ). También tengo montones de libros. Libros que explican y dicen. Leo sin parar desde que abrí el primer libro, de astronomía, que contaba cómo las estrellas en realidad no son todas blancas, que mueren y nacen, que se hacen viejitas, que se amuchan en charcos de estrellas, que queman y congelan al mismo tiempo. Uso mi propia computadora, llevo una agenda dislocada que salta entre pedacitos de memoria y anotaciones para cocinar fabulosos cuadros florales.

Tengo montones de libros.

Los uso de amuletos y escudos, de burbujas, de trenes nocturnos, de licor y perfume. Una vez armé una ciudad de libros, un laberinto donde siempre me encontraba, unas torres en las cuales encerrarme a gusto.

Cuando dormir se transforma en una cabra furiosa que me busca para amamantarme, abro las luces, abro las ventanas, abro mi libro de cuentos de hadas. Ahí me sereno, ahí entre magias y magias, donde el deseo se materializa en cisne o en caballo, donde los barcos vuelan y una muchacha es ida a buscar por un ovillo que camina solo y detrás, un chico sigue al ovillo porque cuando todo se cae, cuando se deja de saber, de tocar pie, el ovillo mágico es lo que queda para caminar por el mundo. Eso y las tres cajas de yesca que dejó una bruja que tenía un tesoro enterrado a diez metros bajo un roble para que una muchacha prisionera de su trono pudiera escaparse con su amado a correr por el campo.

Cuando sea grande, creo que quiero ser un naranjo. Para dibujar casas rayadas con puertas con forma de estrella. Y abrir mis flores cuando estoy contenta y hacer que llegue el otoño a mis ramitas cuando me nublo. Y cuando vibre el suelo con la música de otros arbolitos como yo, haré retoñar los muñones, tendré montones de brazos, como el agua que busca su cauce y se desparrama en una red de ríos.

Tania García Olmedo

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